terça-feira, 6 de setembro de 2011

Biblioteca - lugar mágico



A Biblioteca foi sempre, para mim, um lugar mágico! Um mundo sempre à minha espera, colorido, tranquilo, enigmático, surpreendente, que exploro com a alegria e a vontade de saber como se fosse a primeira vez!
Sempre uma descoberta! E o prazer de a fazer!


Procuro livros, autores, temas, gravuras, mapas, ideias, críticas, gentes, lugares, histórias, vidas, o sonho, o ontem, o hoje, procuro o ser e o sentir, procuro o olhar, toco, sou tocada, sorrio, aprendo.

Parto para um encontro que em encontros se revela e perco-me nas estantes sustidas pelo tempo.

Pelo tempo da História e pela História dos Tempos.

Um livro, dois livros, este e aquele pormenor, uma opinião, uma crítica histórica ou literária, uma crónica do século XV, um testemunho da Segunda Guerra Mundial, um quadro de Kandinsky ou de Monet ou uma catedral gótica ou uma iluminura medieval, um artigo de imprensa, um soneto de Camões, versos de Guerra Junqueiro, fotografias da África colonial… Cartografia…Biologia…Literatura inglesa, francesa… A sedução da procura de conhecimento animada pelo gosto em saber!

Tanta coisa! Tão fácil! Tão perto de mim!

Por exemplo: numa antiga revista portuguesa – Revista dos Lyceus - , 2º ano, 1892/93, encontrei um curiosíssimo apontamento sobre “a importância do estudo de litteratura”, página 342, no qual se cita Cícero, Lefranc, entre outros.

O primeiro diz que “ as Boas lettras dão-nos alento na adolescência, suavisam a vida na velhice, e adornam a existência nas prosperidades; são-nos allivio e consolação nas adversidades; recreiam-nos em casa; pernoitam comnosco; acompanham-nos em viagem, e assistem-nos em o campo (…)”; o segundo, Lefranc, refere que “a Litteratura ennobrece e pule o espírito, orna a memoria e aperfeiçoa o gosto; forma o coração; desenvolve as faculdades intellectuaes, e se torna para o homem fonte dos mais doces prazeres. Presta auxílio ás sciencias abstratas e philosophicas, e ás verdades mais sensíveis; e o philosopho e o sábio, se quizerem ser bem sucedidos, devem ser ao mesmo tempo homens de Lettras (…)”.

Faz-nos bem, digo eu!


Nazaré Oliveira

Esclavos en Europa


Dos siglos después de la abolición de la esclavitud, regresa una práctica abominable: la trata de personas. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que 12,3 millones de personas en el mundo se ven sometidas, por redes ligadas a la criminalidad internacional, a la explotación de su fuerza de trabajo en contra de su voluntad y en condiciones inhumanas.

Tratándose de mujeres, la mayoría son víctimas de explotación sexual mientras muchas otras son específicamente explotadas en el servicio doméstico. También se da el caso de personas jóvenes y en buen estado de salud que, bajo diversos engaños, son privadas de su libertad con el fin de que partes de sus cuerpos alimenten el tráfico ilegal de órganos humanos.

Pero la trata se está extendiendo cada vez más a la captura de personas que sufren explotación de su fuerza de trabajo en sectores de la producción muy necesitados de mano de obra barata como la hostelería, la restauración, la agricultura y la construcción.

A ese tema preciso, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) dedicó en Viena, los días 20 y 21 de junio pasado, una Conferencia internacional con la participación de autoridades políticas, organismos internacionales, ONG y reconocidos expertos (1).

Aunque el fenómeno es mundial, varios especialistas subrayaron que la plaga del trabajo esclavo está aumentando imparablemente en el seno mismo de la Unión Europea. El número de casos revelados por la prensa, cada vez más numerosos, sólo constituyen la punta del iceberg. Las organizaciones sindicales y las ONG estiman que hay en Europa centenares de miles de trabajadores sometidos a la execración de la esclavitud (2).

En España, en Francia, en Italia, en los Países Bajos, en el Reino Unido y en otros países de la UE, numerosos migrantes extranjeros, atraídos por el espejismo europeo, se ven atrapados en las redes de mafias que les obligan a trabajar en condiciones semejantes a las de la esclavitud de antaño. Un informe de la OIT reveló que, al sur de Nápoles, por ejemplo, unos 1.200 braceros extracomunitarios trabajaban 12 horas diarias en invernaderos y otras instalaciones agrícolas sin contrato de trabajo y por sueldos miserables. Vivían confinados en condiciones propias de un campo de concentración, vigilados militarmente por milicias privadas.

Este “campo de trabajo” no es el único en Europa. Se ha descubierto, por ejemplo, en otra región italiana, a centenares de migrantes polacos explotados del mismo modo, a veces hasta la muerte, esencialmente para la recogida de tomates. Se les había confiscado su documentación. Sobrevivían subalimentados en una clandestinidad total. Sus “propietarios” les maltrataban hasta el punto de que varios de ellos perdieron la vida por agotamiento, o por los golpes recibidos, o empujados al suicidio por desesperación.

Esta situación concierne a miles y miles de inmigrantes sin papeles, víctimas de negreros modernos en los más diversos países europeos. Según varios sindicatos, el trabajo clandestino en el sector agrícola representa casi el 20% del conjunto de la actividad (3).

En esta expansión de la trata de trabajadores esclavos, el modelo económico dominante tiene una gran responsabilidad. En efecto, la globalización neoliberal -que se ha impuesto en los tres últimos decenios gracias a terapias de choque con efectos devastadores para las categorías más frágiles de la población- supone un coste social exorbitante. Se ha establecido una competición feroz entre el capital y el trabajo. En nombre del libre-cambio, los grandes grupos multinacionales fabrican y venden en el mundo entero. Con una particularidad: producen en las regiones donde la mano de obra es más barata, y venden en las zonas donde el nivel de vida es más alto. De ese modo, el nuevo capitalismo erige la competitividad en principal fuerza motriz, y establece, de hecho, la mercantilización del trabajo y de los trabajadores.

Las empresas multinacionales, al deslocalizar sus centros de producción a escala mundial, ponen en competencia a los asalariados de todo el planeta. Con un objetivo: minimizar los costes de producción y abaratar los salarios. En el seno la Unión Europea, eso desestabiliza el mercado del trabajo, deteriora las condiciones laborales y hace más frágiles los sueldos.

La globalización, que ofrece tan formidables oportunidades a unos cuantos, se resume para la mayoría de los demás, en Europa, a una competencia sin límites y sin escrúpulos entre los asalariados europeos, pequeños empresarios y modestos agricultores, y sus equivalentes mal pagados y explotados del otro lado del mundo. De ese modo se organiza, a escala planetaria, el dumping social.

En términos de empleo, el balance es desastroso. Por ejemplo, en Francia, en los dos últimos decenios, ese dumping causó la destrucción de más de dos millones de empleos únicamente en el sector industrial. Sin hablar de las presiones ejercidas sobre todos los salarios.

En semejante contexto de desleal competencia, algunos sectores en Europa, en los que existe una carencia crónica de mano de obra, tienen tendencia a utilizar a trabajadores ilegales. Lo cual estimula la importación de migrantes sin papeles, introducidos en el seno de la UE por traficantes clandestinos que en muchos casos les obligan al trabajo esclavo. Numerosos informes evocan claramente la “venta” de braceros agrícolas migrantes.

En el sector de la construcción, muchos trabajadores jóvenes extracomunitarios, sin papeles, se hallan bajo el control de bandas especializadas en la trata de personas, y “alquilados” a empresas alemanas, italianas, británicas o griegas. Estos trabajadores esclavos se ven forzados por las bandas que los explotan a pagar sus gastos de viaje, de alimentación y de alojamiento cuyo total es en general superior a lo que ganan. De tal modo que pronto, mediante el sistema de la deuda, pasan a “pertenecer” a sus explotadores (4).

A pesar del arsenal jurídico internacional que sanciona esos crímenes, y aunque se multipliquen las declaraciones públicas de altos responsables que condenan esa plaga, hay que reconocer que la voluntad política de poner fin a esa pesadilla resulta más bien débil. En realidad, las patronales de la industria y de la construcción y los grandes exportadores agrícolas influyen en permanencia sobre los poderes públicos para que hagan la vista gorda sobre las redes de importación de migrantes ilegales. Los trabajadores sin papeles constituyen una mano de obra abundante, dócil y barata, una reserva casi inagotable cuya presencia en el mercado del trabajo europeo contribuye a calmar los ardores reivindicativos de los asalariados y de los sindicatos.

Los partidarios de una inmigración masiva siempre han sido las patronales. Y siempre por el mismo motivo: abaratar los sueldos. Los informes de la Comisión Europea y de Business Europe (la patronal europea), desde hace decenios, reclaman siempre más inmigración. Los patronos saben que cuanto mayor sea la oferta de mano de obra, más bajos serán los salarios.

Por eso ya no sólo los negreros modernos explotan a los trabajadores esclavos; ahora se está desarrollando una suerte de “trata legal”. Véase, por ejemplo, lo que sucedió en febrero pasado en Italia, en el sector de la industria del automóvil. El grupo Fiat colocó al personal de sus fábricas ante un chantaje: o los obreros italianos aceptaban trabajar más, en peores condiciones y con salarios reducidos, o las fábricas se deslocalizaban a Europa del Este. Enfrentados a la perspectiva del paro y aterrorizados por las condiciones existentes en Europa del Este donde los obreros están dispuestos a trabajar sábados y domingos por salarios miserables, el 63% de los asalariados de Fiat votaron a favor de su propia sobreexplotación…

En Europa, muchos patronos sueñan, en el marco de la crisis y de las brutales políticas de ajuste, con establecer esa misma “trata legal”, una especie de esclavitud moderna. Gracias a las facilidades que ofrece la globalización neoliberal, amenazan a sus asalariados con ponerlos en competencia salvaje con la mano de obra barata de países lejanos.

Si se quiere evitar esa nociva regresión social, hay que empezar por cuestionar el funcionamiento actual de la globalización. Es hora de comenzar a desglobalizar.

Notas:


(1) Bajo el título: “Preventing Trafficking in Human Beings for Labour Exploitation: Decent Work and Social Justice”, la Conferencia fue organizada por la Representante especial y Coordinadora para la lucha contra la trata de seres humanos, Maria Grazia Giammarinaro, y su equipo, en el marco de la Alianza contra la trata de personas.


(2) Léase el informe: Combating trafficking as modern-day slavery: a matter of rights, freedom and security, 2010 Annual Report, OSCE, Viena, 9 de diciembre de 2010.


(3) Léase el informe: The Cost of coercion, OIT, Ginebra, 2009.


(4) Cf. No trabajar solos. Sindicatos y ONG unen sus fuerzas para luchar contra el trabajo forzoso y la trata de personas en Europa, Confederación sindical internacional, Bruselas, febrero de 2011.


Ignacio Ramonet – Consejo Científico de ATTAC. 6 Julio 2011.  Artículo Publicado en Le Monde Diplomatique

segunda-feira, 5 de setembro de 2011

A Pátria

Um texto extraordinário de Guerra Junqueiro escrito em 1896. Sim, em 1896!



"Um povo imbecilizado e resignado, humilde e macambúzio, fatalista e sonâmbulo, burro de carga, besta de nora, aguentando pauladas, sacos de vergonhas, feixes de misérias, sem uma rebelião, um mostrar de dentes, a energia dum coice, pois que nem já com as orelhas é capaz de sacudir as moscas; um povo em catalepsia ambulante, não se lembrando nem donde vem, nem onde está, nem para onde vai; um povo, enfim, que eu adoro, porque sofre e é bom, e guarda ainda na noite da sua inconsciência como que um lampejo misterioso da alma nacional, - reflexo de astro em silêncio escuro de lagoa morta (…)

Uma burguesia, cívica e politicamente corrupta ate à medula, não descriminando já o bem do mal, sem palavras, sem vergonha, sem carácter, havendo homens que, honrados (?) na vida íntima, descambam na vida pública em pantomineiros e sevandijas, capazes de toda a veniaga e toda a infâmia, da mentira a falsificação, da violência ao roubo, donde provém que na política portuguesa sucedam, entre a indiferença geral, escândalos monstruosos, absolutamente inverosímeis no Limoeiro (…).

Um poder legislativo, esfregão de cozinha do executivo; este criado de quarto do moderador; e este, finalmente, tornado absoluto pela abdicação unânime do pais, e exercido ao acaso da herança, pelo primeiro que sai dum ventre, – como da roda duma lotaria.

A justiça ao arbítrio da Politica, torcendo-lhe a vara ao ponto de fazer dela saca-rolhas;

Dois partidos (…), sem ideias, sem planos, sem convicções, incapazes (…), vivendo ambos do mesmo utilitarismo céptico e pervertido, análogos nas palavras, idênticos nos actos, iguais um ao outro como duas metades do mesmo zero, e não se amalgando e fundindo, apesar disso, pela razão que alguém deu no parlamento – de não caberem todos duma vez na mesma sala de jantar (…)”.

Guerra Junqueiro, A Pátria, 1896.

sábado, 3 de setembro de 2011

Da falta de autenticidade ao processo de compra do poder

Com a devida vénia, aqui publico este extraordinário texto/apresentação do Senhor Professor Adelino Maltez Porto, 24.04.1998. Uma abordagem politológica do tema da corrupção.


Pedem-me para, num congresso sobre ética e transparência, tratar de abordar, como politólogo, a questão da corrupção. É o que tentarei fazer, sem grandes pretensões moralistas e sem qualquer tipo de ilusão quanto a uma regeneração global do sistema vigente em termos de glasnot e perestroika, até porque ele não padece de concentracionarismo pós-totalitário.

Assim, procurando não confundir a nuvem com Juno, nem as árvores com a floresta, não utilizarei daquelas palavras fortes e dramáticas, com que se denuncia uma eventual situação de apodrecimento das nosssas instituições, próxima do finis patriae.

Este é um péssimo regime político, mas o menos péssimo de todos quantos temos tido.

Todos sabem, embora poucos possam judicialmente provar, que os muitos fumos de corrupção que por aí se denunciam, mesmo que seja no palco do congresso do maior partido político da oposição, são desses normais anormais das sociedades abertas e pluralistas que os mecanismos do Estado de Direito tentam regular. E o normal é haver desses anormais, até porque a democracia não passa de um sistema de institucionalização dos conflitos, sem o regime de sigilo das pretensas razões de Estado.

Ora, uma das missões fundamentais da ciência política, segundo a lição de Adriano Moreira, é a detecção da falta de autenticidade do poder, pela medição da distância que vai entre aquilo que se proclama e aquilo que se pratica. E recorde-se que só em democracia é que também há ciência política; só em democracia pluralista é que o poder instalado admite ser analisado como objecto laboratorial e, portanto, ser passível de uma crítica, de uma denúncia, face ao padrão normativo daquilo que se entende como boa sociedade e como o melhor regime político.

Na verdade, todo o poder corrompe; todo o poder se gasta pelo uso e se prostitui pelo abuso, quando passa a poder solto, ab-solto, das regras clássicas do controlo de poder, a que, ainda há pouco davam o nome de forças do bloqueio.

Aliás, como proclamava Lord Acton, se o poder corrompe, eis que o poder absoluto corrompe absolutamente (power tends to corrupt and absolute power corrupts absolutely), afirmação que Alain glosará, salientando que se o poder enlouquece, o poder absoluto enlouquece absolutamente.

E para a ciência política interessa sobretudo o como se governa?, isto é, a análise das formas de controlo de poder. Se o jurista sistémico procura, fundamentalmente, as leis formais, o ius positum incivitate, já a ciência política pretende descobrir os tipos funcionais de governação, o saber como se manda e o até onde pode mandar-se, detectando os métodos através dos quais os governos decidem e os limites do poder dos governantes, isto é, descobrindo a legitimidade do exercício e a dinâmica da política, passando do mero critério do valor ao critério do facto.

Aliás, a procura da falta de autenticidade do poder leva à descoberta do verdadeiro conceito de regime político, daquilo que o mesmo Professor Adriano Moreira qualifica como a solução que uma comunidade adopta para a sua convivência política. Isto é, para a expressão política de uma dada constituição material, onde não chegam as regras sobre a organização do poder político, importando também detectar o estilo de aplicação dos direitos fundamentais e a modelo vivo da organização económica e social. Neste sentido, a ciência política procura determinar o conjunto das instituições que regulam a luta pelo poder e o seu exercício, bem como a prática dos valores que animam tais instituições, para utilizarmos as palavras de Lucio Levi. Tenta analisar as instituições políticas na sua dinâmica, tal como elas são, comparando-as com a aquilo que elas devem-ser.

Só a partir daí é que se passa para a procura do sistema político, onde, para além da determinação das instituições constitucionais, interessa pesquisar os grupos que intervêm no processo político, isto é, as forças políticas, as forças económicas e as forças sociais, bem como as ideologias e o próprio enquadramento externo dessa unidade política.

Interessa-nos mais determinar o status in statu, o establishment, como dizia Almeida Garrett.

Ou, segundo as palavras de Jean Bodin, importa mais a forme de gouverner que l'estat d'une république. Porque, dentro de um mesmo estat d’une république (v.g., monarquia, aristocracia ou forma popular), pode haver várias formes de gouverner (v.g. a monarquia pode ser tirânica, senhorial ou justa; a aristocracia pode ter apoio popular; a forma popular tanto pode ter um governo efectivamente popular, como governos aristocráticos ou reais).

Entrando directamente na questão da corrupção, é evidente que o conceito em causa, para a ciência política, não corresponde ao sentido estrito da definição do tipo legal constante do Código Penal: o funcionário que, por si, ou por interposta pessoa, com o seu consentimento ou ratificação, solicitar ou receber dinheiro ou promessa de dinheiro ou qualquer vantagem patrimonial, que não lhe sejam devidos, para praticar acto que implique violação dos deveres do seu cargo (a passiva); bem como a activa - quem der ou prometer a funcionário, por si ou por interposta pessoa, dinheiro ou outra vantagem patrimonial que ao funcionário não sejam devidos.

Em ciência política, o conceito de corrupção em sentido amplo, é equivalente à ideia de degenerescência do poder, conforme já foi teorizada por Platão e Aristóteles. Neste sentido, na senda de Raymond Aron, podemos dizer que, nos actuais regimes pluralistas, há duas formas de corrupção: uma que tem a ver com as dificuldades de enraizamento das jovens democracias (o pas encore) e outra com os riscos de decomposição das democracias estabilizadas (o déjà plus). Entre as dificuldades de enraizamento costumam invocar-se cinco:

-o não respeito da norma constitucional

- a manipulação das práticas constitucionais por uma oligarquia

- a competição muito violenta dos diferentes grupos que formam a minoria dirigente

- a limitação das reivindicações populares durante as primeiras fases dos regimes constitucionais

- a eventual falta de administradores

Já no tocante aos riscos de decomposição:

-a crise resultante dos crescimento dos movimentos de sublevação, de esquerda e de direita

-o excesso do espírito de compromisso "quando a procura do compromisso se substitui à procura da solução" conduzindo à "paralisia"

-o excesso do espírito revolucionário, quando os governandos se conduzem como governantes e os governantes como governados, quando os governados só reivindicam e os governantes não decidem

-o indiferentismo perante a existência de uma maioria absoluta

-o cesarismo

-o laxismo

-a falta de alternativas democráticas perante a existência de um partido sistema

-a personalização do poder.

Contudo, não deixa de haver, em ciência política, um conceito estrito de corrupção: o processo de compra do poder, enquanto mercadoria (Serguei Kurguinian). Um processo que apenas se manifesta quando o poder degenera e passa a mercadoria, implicando a existência de um vendedor (um detentor de certo poder), um mercado e um comprador, comprador que, normalmente constitui uma oligarquia possuidora de dinheiro que procura trocá-lo pelo poderio.

Por outras palavras, entre os processos normais de influência junto dos detentores do poder, levados a cabo pelos grupos de interesse e pelos grupos de pressão, há uma especial forma de pressão chamada corrupção, onde se influencia decisivamente o detentor de poder, utilizando formas de compra, directas ou indirectas, de maneira que o político desaparece, ressurgindo o atavismo do doméstico, quando o Estado passa a ser gerido como se fosse uma casa, quando o príncipe volta a ser um dono ou um pai, esquecendo-se que deve obediência a formas de justiça distributiva e social e que, nos negócios públicos, não pode introduzir a privatização da justiça comutativa.

Enumerados os conceitos operacionais, diremos que a discussão pública portuguesa em torno da questão da corrupção padece de um excesso de juridicismo, fazendo esquecer-nos aquela máxima do jurista Javoleno, para quem omnis definitio periculosa est. Com efeito, as definições jurídicas exaustivas, principalmente no tocante a conceitos analógicos e a expressões polissémicas, são extremamente perigosas.

No caso da corrupção, podemos até dizer que mais de noventa por cento das condutas sociais passíveis de qualificação politológica de corrupção não se enquadram no tipo criminal de corrupção.

Daí a confusão, que acaba por conduzir a gravíssimas consequências, dado que se pede ao direito criminal aquilo a que nem a totalidade do ordenamento jurídico pode dar resposta.

Com efeito, importa recordar que nem tudo o que é normativo é jurídico. As ordens normativas da sociedade não se confundem com a norma jurídica. O dever-ser necessário para a nossa convivência social não se reduz ao espaço jurídico, bastando recordar a existência de um amplo espaço de moral social.

Pedirmos à zona do direito que tenha capacidade para cobrir todo o espaço das condutas humanas ou esquecermos que numa boa ordem jurídica a esmagadora maioria das normas são espontaneamente cumpridas, são dos tais defeitos de juridicismo farisaico que raramente é provocado pelos juristas.

Não nos esqueçamos também da velha máxima estóica, segundo a qual nem tudo o que é lícito é honesto.

Um acto perfeitamente lícito pode ser perfeitamente injusto, até porque há leis injustas.

Um acto perfeitamente legal pode ser um acto perfeitamente imoral.

Um bom político que também seja um bom jurista, isto é, que conheça a distinção entre a moral, a política e o direito, também é capaz de confundir a moral, a política e o direito perante os que não estão traquejados em tais distinções doutrinárias.

Ele sabe, de ciência jurídica certa e de experiência política vivida, que um acto perfeitamente lícito do ponto de vista do direito positivo, pode também ser totalmente imoral e passível de uma forte censura política. Sabe que os tribunais deste Estado de Direito apenas podem julgar segundo o direito estabelecido e não segundo a moral ou os juízos de valor da política.

Quando esse jurista é também detentor do poder, ele sabe que, em nome do mesmo povo que dá aos tribunais o poder de julgar, ele tem o poder de propor leis, de ser co-autor de decretos-lei e de editar regulamentos, o que inclui, nomeadamente, a revogação das leis, dos decretos-lei e dos regulamentos que estão em vigor.

Sabe também que não tem poderes para revogar normas morais ou para estabelecer novos conceitos de justiça, mas que, com jeito político e muita demagogia, pode virar o bico ao prego, lavar aos mãos como Pilatos e dispensar Barrabás da crucificação.

Por tudo isto têm aparecido detentores do poder em Portugal, e em sucessivos governos, que fazem maravilhosos exercícios dialécticos, onde, como membros de órgão de soberania, com poderes executivo e legislativo, manipulam a política com a engenharia conceitual do direito, dando ares de quem tem a protecção da moral. E, recordando os velhos certificados de comportamento moral e político, caem, por vezes, na tentação de pedi-los a inspectores-gerais e a procuradores-gerais, como se eles fossem os teólogos da Mesa da Consciência e a fonte dos conceitos de justo e dos conceitos de moral, quando eles apenas actuam na dependência do direito estabelecido na cidade, isto é, da opinião conjuntural.

Porque, quem detém o poder, detém a palavra, demonstrando, perante os representantes do chamado quarto poder, que, no Estado a que chegámos, o espectáculo constitui a principal fonte dos votos.

Mais: muitas vezes proclamam, por portas travessas, que o poder político aceita a maquiavélica oposição entre moral e política, bem como o conceito positivista de direito, onde o ser não depende do dever-ser e a segurança é preferível à justiça. Por outras palavras, acabam por defender a teoria voluntarista dos que dizem que o bem é bem porque o poder quer e que o mal é mal quando é mal para o poder que está.

Quando os políticos tentam dizer que aos tribunais é que compete tudo julgar, apenas estão a procurar escapar àqueles julgamentos que os tribunais não podem fazer. É que, numa democracia, os detentores do poder também têm de ser julgados segundo a moral e segundo a política, isto é, segundo a consciência dos cidadãos e segundo a opinião pública.

Os actos administrativos dos membros do governo ou do parlamento e as condutas privadas dos cidadãos que nos governam ou representam, mesmo quando não são contra legem, podem infringir a moral e a boa política. E tal como as inspecções ministeriais não são tribunais, também estes não podem ser eleitorados, opiniões públicas ou consciências individuais.

Com efeito, todos podemos exigir que os nossos governantes e representantes vivam como dizem pensar e, portanto, que num regime que se arvora em defensor da solidariedade e da justiça social não possa haver figuras públicas que se comportem segundo os valores do far west, misturando o charme indiscreto do jet set com almas de corsário.

Nós, cidadãos, podemos e devemos exigir que os nossos governantes e representantes sejam efectivos servi ministeriales, dado que os poderes que detêm, enquanto funcionários da nossa coisa pública, mais do que direitos subjectivos, são simples poderes-deveres. Podemos e devemos exigir que os nossos governantes se submetam à lei que eles próprios editam e executam. Não poderemos tolerar que a democracia se transforme num qualquer orientalismo, onde, como denunciava Montesquieu, tout se réduit à concilier le gouvernement politique et civil avec le gouvernement domestique, les officiers de l'État avec ceux du sérail.

Temos que dar a césar o que é de césar e ao mercado o que é do risco. Não podemos admitir que queiram transformar Portugal numa espécie de pátria, sociedade anónima com governantes de responsabilidade muito limitada, misturando a mentalidade banco-burocrática do intervencionismo com a atitude laxista do liberalismo a retalho.

As fronteiras entre o Estado-aparelho de poder e o Estado-comunidade (a que muitos dão o nome de Sociedade Civil) têm de estar perfeitamente demarcadas. Não pode tolerar-se que um novo poder económico brote do velho proteccionismo estadual.

Quem quer enriquecer, que vista a pele do capitalista e concorra lealmente com todos os outros que também querem enriquecer.

Mas não misturem público com alhos e privado com bugalhos. Menos Estado nunca foi privatizar o público nem melhor Estado, publicizar o privado. Escrever Direito por linhas tortas só a Deus pertence.

A questão da corrupção mais do que mera questão penalista ou que questão jurídica é, acima de tudo, uma questão de moral social ou de moral de costumes. Tem mais a ver com a cultura política de uma geração do que com poder judicial. Só se reduz a mera questiúncula jurídico-processual, quando se adopta uma perspectiva hedonística, de matriz utilitarista, aquela que reduz o direito ao mínimo ético, àquelas normas morais mínimas que o poder estabelecido pode editar, porque, comunitariamente se lhe atribui a soberania quanto ao estabelecimento da moral.

A polis tem de possuir uma liderança, um comando, mas não pode deixar de ter participação cidadânica. A polis precisa da verticalidade de um poder, mas não prescinde da horizontalidade da cidadania. Ela tem de ser auto-suficiente, mas não pode deixar de permitir que o governado também seja governante, que também ele participe na decisão.

O exagero da liderança, da estruturação vertical, leva a que surja uma pirâmide do poder, onde no vértice se constitui uma elite, os poucos da sede activa do poder, e na base se conglomera a sede passiva do poder, os muitos.

Ora, é assim que surge a diferenciação entre governantes e governados, vistos, respectivamente, como dominantes e dominados, distinção que talvez contrarie um radical conceito de cidadania democrática.

Por um lado, os poucos tendem para o elitismo, para a partidocracia, para o burocratismo e para o enriquecimento próprio, nomeadamente para a degenerescência da corrupção, esse processo de venda do poder enquanto mercadoria que implica a existência de um vendedor e de um comprador, onde, num dos pólos da relação temos o burocrata ou o actor político investido de poderes e, no outro, uma bandocracia possuidora de dinheiro, enquanto nos intervalos pululam os híbridos, os estratos corrompidos que pertencem ao mesmo tempo à burocracia e à bandocracia.

Por outro lado, os muitos tendem para a indiferença e para a apatia, e não para aquela participação política que tanto se traduz nos apoios como nas reivindicações.

Com efeito, o processo político, o processo de conquista do poder, se adoptarmos uma perspectiva da poliarquia pluralista, consiste num processo de conquista da adesão do governado.

O processo político não se reduz à luta pelo poder supremo ou à conquista do poder de sufrágio. O processo político é global e desenrola-se em todo o espaço societário.

O poder político não é uma coisa, é uma relação. Uma relação entre a república e o principado, entre a comunidade e o aparelho de poder e destes com um determinado sistema de valores.

Tal como o Estado, enquanto quadro estrutural de exercício do poder, enquanto estrutura de rede (network structure), enquanto espaço de regras do jogo e de enquadramento institucional do processo de ajustamento e de confronto entre os grupos, não é também uma coisa, mas antes um processo.

O poder político é, conforme a clássica definição de Max Weber, uma estrutura complexa de práticas materiais e simbólicas destinadas à produção do consenso. Isto é, um poder político, ao contrário das restantes formas de poder social, implica que haja uma relação entre governantes e governados, onde o governante exerce um poder-dever e o que obedece, obedece porque reconhece o governante pela legitimidade deste. Em suma, o poder político vive sobretudo da obediência pelo consentimento.

Assim, o espaço normal do processo político é o da persuasão. O da utilização da palavra para a obtenção da adesão e do consentimento.

Só quando falha este processo normal de adesão comunicativa é que o governante trata de utilizar a persuasão com autoridade, com o falar como autor para auditores, onde o autor está situado num nível superior e o auditor no nível inferior da audiência.

Num terceiro passo vem a astúcia. Isto é, quando falha a comunicação pela palavra, mesmo que reforçada pela autoridade, vem o engodo, a utilização da ideologia, da propaganda ou do controlo da informação.

Só como ultima ratio se utiliza a força – física ou psicológica, o uso efectivo da mesma ou a ameaça da respectiva utilização – para obter o consentimento; para forçar à obediência independentemente do consentimento.

O poder político não pode apenas ser visto na perspectiva unidimensional daquela perspectiva elitista que o concebe como uma pirâmide onde, em cima, está a classe política dos governantes e, na base, a larga planície dos súbditos ou governados. Há que perspectivar também a perspectiva bidimensional, que aponta para a existência de uma face invisível do poder, onde quem governa tende sempre a controlar o programa dos debates, bem como aquela perspectiva tridimensional que confunde os interesses do que dá o consentimento.

A estrutura banco-burocrática refinada pelo Estado Providência leva, inclusive, a que algumas decisões fundamentais do sistema político passem a ser tomadas a nível do poder bidimensional e tridimensional, na face invisível da política, através do diálogo oculto com os efectivos membros da segunda câmara. Isto é, dá-se a convergência da união dos interesses económicos dos chamados parceiros sociais com o processo de holding não aparente dos financiadores do sistema partidário e das campanhas eleitorais.

Por outras palavras, o poder político, hipostasiando o monopólio da representação política acaba por ter de ceder aos micropoderes económicos e sociais, através dos respectivos grupos de interesse e de pressão. Só um voluntarismo no sentido da politização do sistema político, garantindo a representação das minorias e permitindo o acesso de independentes à participação no jogo político reforçaria o pluralismo político da democracia.

Sobre a relação Estado / Sociedade, eis que a palavra crise se tem tornado obsidiante. E com justeza. Vivemos, com efeito, no centro da vagalhota de uma daquelas crises estruturais que, se não conduzem à ruptura do finis patriae ou de um mais apocalíptico fim da história, pode contribuir para a chamada decadência e pôr em causa os factores democráticos da formação de Portugal, isto é, da mais antiga comunidade política autodeterminada da Europa.

Uma crise que não se debela com panaceias programáticas ou ideológicas de curto prazo, nem com as utopias da revolução, mas antes através de um trabalho de militância cívica, de médio e longo prazos, onde os objectivos têm de ser marcados por um ideal histórico concreto, as metodologias que assumir-se como reformistas, e os valores, como permanecentes.

Julgamos que o debate dos anos setenta e oitenta em torno da dialéctica colectivismo / liberalismo, que muitos subliminarmente confundem com o dualismo Estado / Sociedade, perdeu o sentido nesta fase pós-socialista e de desconstrução daquele Estado Providência que foi um Estado de Bem Estar e que agora é um Estado de Mal Estar.

De um Welfare State muito à portuguesa, aliás, que, tendo sido fundado pelo salazarismo como Estado Novo, com algum atraso comparativamente a Napoleão III e a Bismarck, diga-se de passagem, nem por isso deixou de ser o respectivo herdeiro, quando gerido pelo marcelismo, pelo gonçalvismo e pela pós-revolução, donde, em muitos subsistemas, ainda não saímos.

As linhas de força programáticas que apontavam para o mais sociedade, menos Estado e para a libertação da sociedade civil, mesmo quando remodeladas pelo agiornamento do menos Estado, melhor Estado, ou de menos Estado, mais sociedade, têm um sabor algo retroactivo depois da experiência das maiorias absolutas e dos governos monopartidários e, muito principalmente, face ao actual processo de revolução globalista a que, entre nós, acresce a aventura de participação no projecto europeu.

Porque, perante um Estado que é, ao mesmo tempo, grande demais (no centralismo, na burocratite, no gestionarismo e no regulamentarismo), e pequeno demais (face aos desafios da internacionalização da segurança, da economia e das ameaças globais do risco maior, seja armamentismo, ambiente, doença ou fome), isto é, um Estado com muita adiposidade, pouco músculo e terrível défice de nervos, persistirmos em serôdios soberanismos de pacotilha acaciana é minguarmos, senão suicidarmos, o essencial daquela realizável vontade de sermos independentes que nos fundou, manteve e restaurou em anteriores crises de viabilidade.

O Estado e a Sociedade apenas são dois dos rostos da comunidade politicamente organizada, de uma comunidade política que tem de se manter viável face ao exterior e fiável face ao interior. O Estado e a Sociedade correm o risco de se perderem nas teias dissolventes de uma mundialização que tanto tem novas formas de público, os grandes espaços, como novas formas de privado, a internacional das sociedades civis.

O Estado e a Sociedade não são coisas, são processos, exigem-se mutuamente, não podendo entrar num duelo revolucionário ou contra-revolucionário, que, enfraquecendo-os, acaba por inviabilizar a comunidade política que devem servir.

A questão fundamental não está na visualização da sociedade como um contrapoder, mas no assumir da plenitude da democracia.

É que, em democracia, o Estado não é um c'est moi do soberano exterior à sociedade. Em democracia, o Estado é um c'est nous, um c'est tout le monde. Em democracia, o Estado somos nós, os cidadãos, os que têm o dever e o direito de participar na decisão e de escolher os representantes.

Nós, cada um de nós, os homens comuns, somos as únicas realidades substanciais da política. Os grupos, as instituições e a própria instituição das instituições que abstractizámos como Estado, não passam de meras realidades relacionais, de formas que devem servir o conteúdo: os homens que as vivificam.

O fundamental está no refazer da aliança, ou da comunhão, entre o Estado a que chegámos e a Sociedade que temos. Está menos na contratualização de duas fraquezas e mais no estabelecimento de uma institucionalização, onde 1+1 seja mais do que o resultado aritmético. Onde a união comunitária da política faça a força do e pluribus unum, gerando uma mais valia de sonho, de imaginação, de energia.

Em suma, precisamos de política-Política, pela reinvenção dos laços comunitários de uma pilotagem do futuro, capaz de refazer o software das pilotagens automáticas que os tecnocratas e pequenos e médios intelectuais costumam importar através da tradução em calão de muitas fotocópias pirateadas a partir de manuais de programação estranhos à nossa índole, à nossa maneira de estar no mundo, à nossa realidade.

Para tanto, importa distinguir o Estado-Aparelho-de-Poder, o principado, do Estado-Comunidade, a res publica, a fim de se declarar que não pode haver democracia se aquele não resultar deste. O Estado-Aparelho em democracia tem de ser o representante do Estado-Comunidade, o soberano não poder ser algo que paire sobre uma unidimensionalidade de súbditos. Em democracia, a soberania resulta da cidadania, o Estado-Aparelho tem de potenciar-se no Estado-Comunidade.

Logo, tanto tem de haver integração da sociedade no Estado como uma resposta (output) do Estado às exigências e aos apoios (input) da sociedade. Porque se o principado não for mero instrumento da res publica, a comunidade tem de revoltar-se contra o poder estabelecido e expulsar o usurpador, se possível, através dos meios legais disponíveis.

Acontece que a democracia constitui apenas um ideal, um sentido regulativo, da mesma natureza que a exigência do Estado de Direito Democrático, aquele que proclama que o fundamento e os limites do poder passam pelo direito e por aquela forma que é irmã gémea da liberdade e inimiga do arbítrio.

Já não é lei aquilo que o príncipe diz e o príncipe está submetido à própria lei que edita.

Na prática, porém, a teoria é outra, porque qualquer democracia, marcada que está pela plenitude da procura da perfeição, tem de ser instrumento dos homens imperfeitos que somos, e das inevitáveis instituições imperfeitas que constituímos.

Qualquer democracia, no plano das realidades, assume-se como uma poliarquia, como um sistema de competição pluralista e como uma sociedade aberta. Democracia para o país legal e para a cidade dos deuses e dos super-homens. Poliarquia para o país das realidades e para a cidade terrena dos homens concretos! E é dessa mistura entre o céu dos princípios e o enlameado, ou empoeirado, do caminho pisado que, afinal, nos vamos fazendo.

Robert Dahl em A Preface to Democratic Theory, de 1956, considerava já que a vida política norte-americana se caracterizava por uma pluralidade de centros de decisão autónomos e que nenhuma elite ou classe dirigente reinaria sobre este modelo poliárquico caracterizado por um profundo pluralismo social e por uma larga diversidade de organizações sociais com um largo espaço de autonomia de cada uma relativamente à outra. Uma poliarquia que tornaria necessários tanto o compromisso como a conciliação, pelo que as decisões resultariam de intermináveis negociações (bargaining) que oporiam os vários grupos concorrentes. E seria desta livre competição entre grupos rivais que resultaria um equilíbrio espontâneo, equilíbrio que seria tanto mais estável quanto mais a sociedade fosse diversificada.

O mesmo Dahl em Who Governs? Democracy and Power in an American City, de 1961, veio depois considerar, no case study sobre a velha oligarquia de New Haven, que os recursos políticos estavam concentrados e eram marcados pelo seu carácter de desigualdade cumulativa: quando um homem era privilegiado relativamente ao seu próximo num determinado recurso, por exemplo o dinheiro, também o era noutros domínios: o estatuto social, a legitimidade, o poder legítimo, a autoridade sobre as instituições religiosas e escolares, a instrução, a função pública.

Contudo, com o advento da sociedade industrial teria surgido uma dispersão desses recursos: no actual sistema político, as desigualdades políticas permanecem mas tendem a tornar-se não cumulativas. Tendem a tornar-se um sistema de desigualdades dispersas.

Dahl considera, assim, que os recursos políticos são diversos e ainda que desigualmente repartidos já não são objecto de uma posse cumulativa. Além disso, em vez de estarem concentrados num só grupo, os elementos do poder estão todos eles fragmentados. Acresce que os detentores destes recursos já não se aliariam para a constituição de uma oligarquia.

O que Dahl dizia da anterior sociedade norte-americana pode valer prospectivamente para a actual realidade portuguesa que, com a importação da sociedade aberta, vai vivendo a chegada da nova circulação social, agora que o plano das estradas de Fontes Pereira de Melo e Duarte Pacheco se vai concretizando.

Nestes termos, Dahl, um dos novos teóricos da democracia, desenvolve a respectiva tese pluralista, segundo a qual há um grande número de grupos que participam no jogo político, cada um deles procurando, por si mesmo, uma determinada vantagem. E o governo seria o ponto de encontro da pressão desses grupos, seria a resultante de uma espécie de paralelograma de forças.

Ao governo caberia, assim, conduzir uma política que reflectisse os factores comuns às reclamações dos diversos grupos, pelo que a direcção da vida pública teria de ser partilhada entre um grande número de grupos. Grupos todos eles rivais, tentando cada um, em detrimento dos outros, exercer uma influência mais importante sobre a sociedade.

Quando muito, poderia haver uma elite relativamente unificada, dispondo de um poder de direcção estratégica. Surgiriam, assim, elites diferenciadas, cada uma delas com o seu domínio próprio: governo, administração, negócios, forças armadas. Por exemplo, a elite política seria distinta de outras elites e mesmo no seio dela dar-se-ia um encontro de várias espécies de elites. A elite influente em matéria de defesa, por exemplo, seria diferente da elite dominante em matéria de saúde. Logo, as boas democracias seriam aquelas em que as decisões políticas fossem influenciadas por um certo número de elites competitivas.

Diremos, como o nosso Raul Proença que toda a igualdade é ilusória se desconhece as diferenças individuais e, sob o pretexto de se realizar, não dá a todos o igual direito de desenvolver a própria personalidade Que a democracia não tende... à diminuição dos escóis, das aristocracias, mas, antes pelo contrário, à substituição duma falsa aristocracia preestabelecida por uma verdadeira aristocracia natural. Que a democracia reconhece as diferenças de capacidade; mais ainda: é o único regime que as pretende reconhecer em toda a sua latitude, pois se limita a sustentar que todas as diferenças sociais que não sejam baseadas em diferenças de capacidade são atentatórias da justiça e dos interesses colectivos. Pretende, pois, substituir a um regime de desigualdades exteriores e fictícias, baseadas nos acasos da herança ou da fortuna, um regime de desigualdades naturais em que a cada um seja dado o lugar que lhe compete pelo seu esforço e pelas suas aptidões.

Tentando, agora, pensar nas circunstâncias portuguesas, diremos que pode estar em causa a viabilidade do modelo português de Estado.

Sofre, com efeito, o Estado que os portugueses têm vindo a instituir e a refundar, de alguns desafios existenciais que constituem o cerne da presente crise.

Começa por estar em crise o primórdio de qualquer comunidade política: o Estado Segurança, dado que volta a pôr-se em causa o monopólio da força física legítima tanto no plano da segurança interna, como no plano da própria segurança externa.

A força legítima ameaça desintegrar-se pelos sintomas de regresso à vingança privada, nomeadamente através do apelo que muitos fazem a agências privadas de segurança que, assim, negam a essência do aqui d'el rei, como aparecia na célebre lei de D. Duarte que acabou com o feudalismo em Portugal e lançou as bases da predominância do direito sobre o arbítrio do Machtstaat, mesmo que vestido das peles de cordeiro de uma higiénica companhia de seguros funcionando a cunhas.

Segue-se a crise do Estado-Administração da Justiça ou do Estado Justiceiro, da confiança dos povos nos seus juízes e nos seus procuradores, com a ameaça de esporádicas emanações da lei de Lynch quando não pelo desespero de certos mini-pogroms contra os pigmentarmente diferentes, com que se deleita o falso nacionalismo zoológico.

O que tem levado alguns, marcados pelo sombrio de tal horizonte de medo, a propor que eliminemos a plurissecularidade consequente do nosso humanitarismo penal, quando o caminho é apenas darmos meios fácticos ao humanitarismo e não invertermos os valores de que nos orgulhamos.

Mas o que também não nos deve fazer esquecer que muitos erros temos cometido, com o legalismo, a chicana processual e a falta de sentido de missão de alguns servidores da Justiça, tentados pelo sentido de casta dos corpos especiais e pelo vedetismo de certa espectacularidade. Ai de nós, se enveredarmos pelo mediático de uma qualquer tele-justiça! Aí de nós, se o terceiro poder entrar em conúbio com o chamado quarto poder! Porque então, só daí sairemos com juízes eleitos ou com juízes sorteados...

Vem, depois, a crise do Estado Imposto. Porque, muitas vezes, nos esquecemos que a história da democracia é a história do imposto, dessa longa resistência dos povos no sentido da necessidade do consentimento para a tributação, coisa que constituiu sempre o cerne das Magna Charta e que praticamos desde que instituímos o parlamento português em 1253.

O que está em causa é simplesmente a evasão fiscal, um problema mais moral do que fiscalista, dado que, neste momento, continua a pagar o justo pelo pecador. O que menos tem em benefício da petulância do prevaricador. Porque, não havendo moralidade, deixa de haver consciência comunitária de punição e sentido contratual de contribuinte. Quando é impossível o aumento da nossa carga fiscal e não parece curial deixarmos de honrar os compromissos para com os milhões de pensionistas.

Finalmente, é a crise do Estado Burocracia, esse instrumento vital do Estado Racional Normativo, dado que, de tanta reforma administrativa e de tanta modernização administrativa se perdeu o próprio sentido dos gestos e se desprestigiou o funcionário. Aquele que é um servus ministerialis, o escravo de uma função, marcada pelo direito à carreira e paga pelo vencimento, contra o clientelismo e o emolumento.

Uma crise que determinados erros de falta de pensamento têm agravado, dado que continua a faltar uma escola de quadros e uma coordenação de policies que nos liberte de certo orçamentalismo casuístico, para não falarmos de alguma tentação dos anos oitenta que fala em privatizar os métodos de gestão pública, na mesma altura em que os grandes holdings privados tratam de copiar modelos da estratégia dos governments.

Todas estas crises sitiam a democracia e o Estado de Direito, onde o poder político, tanto o do poder governante como o do poder representativo, deve preponderar sobre os grupos e sobre as facções.

O poder político não é uma coisa, é uma relação, um processo de condução da network structure, de comando da rede de micropoderes, um sistema de sistemas e subsistemas, onde até aquilo que habitualmente se designa como classe política não passa hoje de um mero subsistema de um processo global.

É evidente que a governação, isto é, a pilotagem do futuro, numa sociedade aberta e pluralista, constitui apenas um modo dinâmico de gestão de crises, dado que o governo pelo consentimento impõe a emergência de forças vivas, onde a articulação de interesses e a emergência de pressões constitui o normal anormal da competição.

Mas reconhecer o pluralismo não pode significar cedência ao neocorporatism. Do mesmo modo, como aceitar as facções, os partidos e a competição para a conquista eleitoral do poder não implica necessariamente a partidocracia.

As democracias e as sociedades abertas estão cercadas pela corrupção em sentido amplo, isto é, pelos inúmeros processos de compra do poder. Tal como as burocracias estão minadas pelo clientelismo, pelo nepotismo, pela pantouflage e pelo negocismo.

Por isso é que as democracias têm de defender-se, em primeiro lugar, contra as degenerescências típicas dos próprios fenómenos democráticos, garantindo-se a democracia com ainda mais democracia, isto é, sem cedências ao despotismo dos césares, das multidões e dos próprios césares de multidões, onde a demagogia, aliada a poderes pessoais, tende inevitavelmente para a usurpação e a tirania doces, isto é, para a negação do governo pelo consentimento.

Do mesmo modo, não há forma de superar-se a crise da sociedade aberta, senão com mais sociedade aberta, incluindo a via do mercado, da internacionalização da economia e do reconhecimento da actual internacionalização da própria sociedade civil. Qualquer regresso ao Estado Gestor, ao Estado Confiscador ou ao Estado Planeador seria desgastarmos o político em funções para as quais ele não está vocacionado, quando não persistirmos no latrocínio.

O que não deve significar cedência àquilo que o Professor Adriano Moreira qualificou como teologia do mercado e que é praticado por certos missionários ultraliberais, mas antes o humilde reconhecimento de que os problemas económicos só se resolvem com medidas económicas, mas não apenas com medidas económicas. Porque o mercado não é o Estado, porque a oikos não é a polis.

O nível da política é o que está acima do doméstico, o decisor acima das partes, onde não há um dono mas um todo de cidadãos que não são os escravos, os dependentes, os clientes ou os súbditos, mas aqueles que dão o consentimento na decisão, participando na mesma, mesmo que federativamente, ou escolhendo os representantes que, em nosso nome e para os nossos interesses, a proferem.

Mais política é mais Estado no plano qualitativo, para que também possa haver mais Sociedade. Precisamos de mais estratégia de Estado, de mais pensamento de Estado, de mais política internacional, de mais segurança, de mais justiça, de que todos paguem o imposto, de mais imparcialidade da administração, para que haja mais mercado, mais produção, mais solidariedade, mais bem-estar, mais espaço para a intimidade da família e da pessoa, em suma, para a realização do direito dos direitos, que é o direito à felicidade.

Só que mais Estado nunca poderá ser o menos-que-Estado de um Estado-Empresário, de um Estado interventor nos preços e na gestão, de um Estado quase merceeiro, policiesco, vigilante ou caceteiro.

Apesar de tudo, a democracia e o Estado de Direito, com partidos e poliarquia, são péssimos regimes políticos mas os menos péssimos de todos. Bem menos péssimos que qualquer tentação de vanguardismo, elitista ou autoritarista, onde acabam sempre por preponderar os sargentos e os censores, mesmo que com brandura de costumes. Bem menos péssimos do que aqueles regimes que, em nome da ideologia, decretam a verdade, esquecendo que o bem tem sempre um bocado de mal e o mal, um pedaço de bem.

Sempre é melhor dialogar com o adversário, pôr o poder a travar o poder, e evitar que ele se torne ab-solto, absoluto, porque se o poder enlouquece ou corrompe, o poder em soltura, corrompe absolutamente ou enlouquece absolutamente, mesmo que apenas se manifeste pela arrogância.

Acontece apenas que a principal das forças vivas da actualidade é o povo português, isto é, a mistura de povo com uma certa ideia de Portugal, onde o valor Portugal, aliás, a primeira palavra da nossa Constituição, é que dá sentido ao povo, mas onde o adjectivo português só existe em função do substantivo homem concreto. Onde a essência só se realiza através da existência que, afinal, constitui a única realidade substancial

É em nome da fidelidade a Portugal e à solidariedade entre todos os portugueses que devemos assumir a resistência do nosso libertacionismo, compatibilizando-o com o grande jogo do europeísmo e do globalismo.

É um novo modelo de Estado e de Sociedade que temos de reinventar, restabelecendo a Segurança do direito contra a força, impulsionando a Justiça contra o arbítrio, dando força à Justiça e impondo justiça à Força.

Um novo modelo que restaure a legitimidade do imposto, de novo entendido como contribuição, para que a justiça distributiva e a justiça social não percam o sentido unitário e compensem as falhas da justiça comutativa. Onde seja possível realizar o de cada um segundo as suas possibilidades, para que possa praticar-se o a cada um segundo as suas necessidades, através do alterum non laedere, do suum cuique tribuere e do honeste vivere, os fundamentos perenes da nossa civilização que permitiram a separação de poderes, a instituição da representação e a universalização dos direitos do homem.

Um novo modelo que faça renascer a confiança do cidadão na sua Administração, que deve voltar a ser posta ao serviço do todo, sem fenómenos de compra do poder, e onde o mais competente da legitimidade racional weberiana, vença os atavismos do fidelismo patrimonialista ou do lealismo carismático. Onde o saber possa, pela igualdade de oportunidades, constituir a principal forma de acesso ao poder, contornando-se os desvios do mandarinato.

Um Estado de liberdades, de grupos e de partidos, onde se vença a demagogia do star system, o neo-patrimonialismo corporativo e os tentáculos da partidocracia.

Só uma grande estratégia pode garantir a continuidade de um Estado feito à imagem e semelhança dos portugueses que somos.

Um Estado sem vãs glórias de mandar que assuma o realismo de apenas ter o tamanho da Sociedade que somos, daquilo que economicamente produzimos ou da ciência que intelectualmente geramos ou aplicamos.

Um Estado que retome as boas máximas do viver com aquilo que temos, para não passarmos pela vergonha do pedinchão, nós que talvez devêssemos continuar a ter a fibra do antes quebrar que torcer.

Um Estado situado na classe média baixa da sociedade das nações, quando os novos predadores da geofinança ameaçam tornar os ricos cada vez mais ricos e os pobres cada vez mais pobres, proletarizando as classes médias dos Estados e das Sociedades, em nome de uma globalista sociedade de casino que denega a solidariedade e a justiça.

Um Estado que não transforme as potencialidades em vulnerabilidades, mas, antes pelo contrário, que assuma o respectivo poder funcional e volva a vulnerabilidades em potencialidades, principalmente no ritmo da balança da Europa.

quinta-feira, 1 de setembro de 2011

Meu corpo, que mais receias?






-Meu corpo, que mais receias?

-Receio quem não escolhi.


-Na treva que as mãos repelem

Os corpos crescem trementes.

Ao toque leve e ligeiro

O corpo torna-se inteiro,

Todos os outros ausentes.


Os olhos no vago

Das luzes brandas e alheias;

Joelhos, dentes e dedos

Se cravam por sobre os medos...

Meu corpo, que mais receias?


-Receio quem não escolhi,

Quem pela escolha afastei.

De longe, os corpos que vi

Me lembram quantos perdi

Por este outro que terei.




(Escolhi, para ilustrar este poema, quatro obras extraordinárias de E. Munch)

quarta-feira, 31 de agosto de 2011

Pelo menos Warren Buffet tem vergonha!

O que justifica que os ricos paguem menos impostos que os pobres? Absolutamente nada. O título do artigo é Stop coddling the super-rich (Deixem de mimar os super-ricos), foi publicado no New York Times de 14 de Agosto, o seu autor é Warren Buffett e a sua leitura é obrigatória.


Buffett é actualmente o terceiro homem mais rico do mundo, foi durante anos o mais rico e é considerado o mais astuto investidor de sempre. E o artigo é obrigatório não porque seja a primeira vez que Buffett diz o que escreveu agora, mas porque o que escreveu é importante.

O que Buffett diz é simples: os ricos dos Estados Unidos, apesar de terem visto os seus rendimentos subir de forma astronómica nos últimos anos, têm visto os seus impostos descer sistematicamente graças a uma classe política que os beneficia por sistema. Buffett considera que isso é injusto e que não existe racionalidade social ou económica que sustente esse estado de coisas. E muito menos num contexto de crise financeira como o que os EUA atravessam, onde se pedem sacrifícios à classe média e aos mais desfavorecidos.

O multimilionário dá o seu próprio exemplo e conta que, no ano passado, pagou apenas 17,4 por cento de impostos sobre os seus rendimentos, enquanto os seus empregados pagaram 33 a 41 por cento.

Em Portugal, a história seria a mesma.

Buffett termina propondo um aumento de impostos para os agregados familiares que ganham mais de um milhão de dólares e um aumento ainda mais substancial para os que atingem mais de dez milhões.

O artigo teve um impacto considerável - não só nos EUA -, com apoiantes e detractores a envolver-se em discussão. Os últimos explicaram mais uma vez que era fundamental que o sistema premiasse de forma particularmente generosa os investidores, pois estes corriam grandes riscos e, se os prémios não fossem excepcionalmente generosos, eles deixariam de investir. Curiosamente, este é precisamente um dos argumentos que Buffett desmonta no seu artigo: "Trabalho com investidores há 60 anos", escreve o financeiro, "e nunca vi ninguém recusar um investimento razoável por causa da taxa de imposto a aplicar sobre o eventual ganho".

Outros críticos explicaram tecnicamente que, mesmo que o imposto dos ricos aumentasse, isso não iria resolver os problemas financeiros dos EUA - esquecendo no meio da argumentação minudências como a equidade, a justiça e a moral.

Mas o mais curioso nas reacções ao artigo de Buffett não foi a polémica, mas a quantidade de milionários que apareceram a apoiar a sua posição e a declarar-se disponíveis para pagar mais impostos - o que é tanto mais significativo quanto se conhece a chantagem assassina que os republicanos levaram a cabo para defender as reduções fiscais para os ricos, à qual Obama (que afinal não é FDR, que desgraçadamente não é FDR) cedeu em toda a linha.

A questão é que Buffett acha que a actual injustiça social passa das marcas e que é excessivo e indefensável o privilégio que a sua competência financeira lhe confere.

Tenho a certeza de que muitos ricos portugueses partilham destas ideias e que na realidade lhes repugnam, em termos morais e económicos, os privilégios fiscais de que beneficiam e que sabem que sobrecarregam fiscalmente os portugueses mais pobres. É inevitável que esse sentimento de vergonha atinja os bancos com empresas nas ilhas Caimão e as empresas do PSI20 com sedes na Holanda e noutros paraísos fiscais, que ficámos a conhecer nas páginas do PÚBLICO no passado domingo. É natural que, devido às férias de Verão, estes empresários ainda não tenham aparecido a manifestar o seu apoio às ideias de Buffett, mas certamente que o farão nos próximos dias, exigindo do Governo de Passos Coelho a mesma inflexão fiscal que o terceiro homem mais rico do mundo defende no seu país.

José Vítor Malheiros - 23-08-2011

domingo, 28 de agosto de 2011

Os católicos e a Política

Há sempre um ponto que me desgosta em muitos amigas e amigos católicos: é a distância em relação ao debate público e político, é o nojo fácil pela política. Isso é visível, por exemplo, no Facebook. Ali podemos ver milhentas pessoas a assumir com orgulho a identidade católica e, ao mesmo tempo, a desprezar a identidade política. Na secção "religious views", surge triunfante a palavra "católica". Na secção "political views", surge um pobre e fácil "não uso disso" ou um "são todos iguais", etc. Na revista Communio (Setembro 1988), o omnipresente Francisco Lucas Pires escreveu um artigo que é, para mim, a melhor resposta a esta pobreza apolítica de um certo catolicismo.

Nesta prosa, intitulada "Pureza de Coração e Vida Política", Lucas Pires afirma que existem duas maneiras de um cristão lidar com a esfera política. A primeira passa por aceitar que os princípios e regras da esfera política são de "outro tipo" e que, por isso, o cristão só deve ter preocupações com a salvação da sua consciência. Ou seja, o cristão deve criar uma redoma à sua volta, retirando-se assim dos debates da Cidade. Nesta via, o cristão julga-se tão puro, que não quer sujar as mãos na realidade. "Sim, sou muito católico, mas não quero nada com a política, são todos iguais".

Como já perceberam, Francisco Lucas Pires critica esta primeira via, e defende uma alternativa. Para o ex-líder do CDS e inspirador de boa parte do PSD atua l, um cristão tem o dever de lutar na Cidade, tem o dever de fazer opções públicas e políticas. Porque o leigo não é o padre a viver fora da Cidade. O leigo tem de viver no mundo, tem de produzir e/ou participar numa narrativa normativa para a Cidade, mesmo quando essa Cidade é dura e suja. Sim, a política namora com o pecado e com a mentira, mas - precisamente por causa disso - a política é o terreno propício para se apurar a "pureza de coração". Só podemos testar a nossa pureza num mundo imperfeito e duro. A redoma apolítica é uma via fácil e pouco cristão.

Portanto, numa lógica algo parecida à de T.S. Eliot, Lucas Pires diz que o cristão tem de tentar influenciar o espaço público, tem de levar os seus valores cristãos para a Cidade. O cristão não tem apenas de salvar a sua consciência: também tem de salvar a sua cultura. O cristão não é apenas um ser metafísico, também é um ser historicamente situado. No fundo, não deve existir uma separação entre a obediência moral (a Cristo, a Deus) e a vida política e colectiva aqui na Cidade dos homens. Pelo contrário: deve existir uma tensão criadora entre a ética cristã e a realidade política.

Henrique Raposo